El maestro de mi padre
¡Qué excursión más agradable hice ayer con mi padre! La voy a describir. Anteayer, durante la comida, leyendo mi padre el periódico, lanzó de pronto una exclamación de asombro. Después nos dijo:
- Y yo que suponía que había muerto hace por lo menos veinte años! ¿No sabéis que todavía vive mi primer maestro, Don Vicente Crosetti, que tiene ochenta y cuatro años? Acabo de enterarme de que el Ministerio le ha concedido la medalla del trabajo por los sesenta años que ha dedicado a la enseñanza. ¡Sesenta años! ¿Qué os parece? Y hace solamente dos que dejó de dar clase. ¡Pobre señor! Vive a una hora de tren de aquí, en Condove, el pueblo de nuestra antigua jardinera del chalet de Chieri -y luego añadió-: Enrique, iremos a verlo.
Toda la tarde estuvo hablándonos de él.
El nombre de su primer maestro le traía a la memoria mil recuerdos de su infancia, de sus primeros compañeros, de su difunta madre.
- ¡El señor Crosetti! -exclamaba-. Tenía unos cuarenta años cuando yo asistía a su escuela. Aun me parece estar viéndolo: un hombre ya algo encorvado, de ojos claros y la cara siempre afeitada. Severo, pero de buenos modales, que nos quería como un padre, aunque sin consentirnos nada que no estuviese bien. Era hijo de campesinos, e hizo la carrera a fuerza de estudio y de muchas privaciones. Mi madre le apreciaba mucho y mi padre lo trataba como amigo. ¿Cómo habrá ido a parar a Condove, desde Turín? Seguramente que no me reconocerá. Pero no importa. Lo reconoceré yo. ¡Han pasado cuarenta y cuatro años! Cuarenta y cuatro años, Enrique; iremos a verlo mañana.
Y ayer por la mañana, a las nueve, estábamos en la estación de Susa. Yo habría querido que nos acompañase Garrone; pero no pudo, por encontrarse enferma su madre.
Era una espléndida mañana primaveral. El tren corría entre los verdes campos y los setas en flor, respirándose un aire perfumado. Mi padre estaba contento y, de vez en cuando, me echaba un brazo al cuello y, mirando el panorama que se iba ofreciendo a nuestra vista, me hablaba como a un amigo.
Apenas llegamos a Condove, fuimos a buscar a nuestra antigua jardinera de Chieri, que tiene una tiendecita en una de las callecitas del pueblo. La encontramos con sus hijos, y se alegró mucho de vernos. Nos dio noticias de su marido, que estaba para regresar de Grecia, a donde había ido a trabajar hace tres años, así como de su hija mayor, que se halla en el Instituto de Sordomudos de Turín. Luego nos indicó por dónde debíamos ir a casa del maestro de mi padre, muy conocido en el pueblo.
Salimos del pueblo y fuimos por una senda en cuesta flanqueada por floridos setos.
Mi padre no hablaba, parecía que fuera absorto en sus pensamientos, y de vez en cuando se sonreía y luego movía la cabeza.
De pronto se detuvo y dijo:
- ¡Pobre señor Crosetti! -decía-. Ha sido el primer hombre que me ha querido y ha mirado por mi bien, después de mi padre. Nunca he echado en olvido sus buenos consejos y hasta ciertos reproches destemplados que me hacían ir a mi casa de mal talante. Tenía las manos cortas y gruesas. Me parece estar viéndolo cuando entraba en la escuela: ponía el bastón en un rincón y colgaba su capa en la percha, siempre con idénticos movimientos. Conservaba todos los días igual humor, tan concienzudo, metódico, atento y voluntarioso como si diese clase por primera vez. Lo recuerdo como si ahora mismo le oyese decir; llamándome la atención: Eh, tú, Bottini, pon el índice y el dedo corazón en el palillero. Seguramente estará muy cambiado después de cuarenta años.
Hacia nosotros bajaba por la senda un anciano de pequeña estatura, de barba blanca, con ancho sombrero en la cabeza, apoyándose en un bastón. Arrastraba los pies y le temblaban las manos.
- Allí está. Seguro que es él.
Nos detuvimos cuando estábamos cerca. También se detuvo el anciano, que miró a mi padre. Tenía la cara todavía fresca, y los ojos claros y vivarachos.
- ¡Es él! -repitió mi padre, apresurando el paso.
- ¿Es usted -le preguntó mi padre al tiempo que se quitaba el sombrero- el maestro don Vicente Crosetti?
- El mismo -respondió con voz algo trémula, pero robusta-. ¿En qué puedo servirle?
El anciano le miró, extrañado. Luego dijo:
- Mire, permita a un antiguo alumno suyo estrecharle la mano y preguntarle cómo se encuentra. He venido de Turín expresamente para verlo.
- Alberto Bottini -le contestó mi padre, añadiendo el lugar y el año en que había asistido a su escuela-. Usted, claro está, no se acordará de mí. Pero yo sí le recuerdo perfectamente.
El maestro inclinó la cabeza y miró al suelo, pensativo, y murmuró dos o tres veces el nombre de mi padre. Después dijo lentamente:
- ¿Alberto Bottini? ¿El hijo del ingeniero Bottini, que vivía en la plaza de la Consolata?
- El mismo -le respondió mi padre, tendiéndole las manos.
- Entonces permíteme, mi querido amigo, que te de un abrazo. -Así lo hizo, y su blanca cabeza apenas si llegaba al hombro de mi padre, quien apoyó su mejilla en la frente del anciano. Luego me presentó:
- Este es mi hijo Enrique.
El anciano me miró con complacencia y me besó en la frente. A continuación nos dijo:
- Venid conmigo.
Sin añadir más, se volvió y nos encaminamos hacia su casa.
Llegamos a una pequeña explanada, ante la cual había una casita con dos puertas, una de las cuales tenía encalado un trozo de pared en su derredor.
El maestro abrió la otra y nos invitó a pasar.
Entramos en una pequeña estancia, con sus cuatro paredes encaladas. En un rincón había una cama de tablas con jergón de hojas de maíz y una cubierta de cuadros blancos Y azules. En otro se veía una mesita y una pequeña biblioteca. Cuatro sillas completaban el modesto mobiliario. En una de las paredes, un viejo mapa sujeto con tachuelas. Se percibía olor a miel.
Nos sentamos los tres. Mi padre y el maestro se miraron un rato en silencio.
- ¡Conque Bottini! -exclamó el maestro, fijando su mirada en el suelo enladrillado, donde el sol reflejaba un tablero de ajedrez-. ¡Me acuerdo muy bien! Tu madre era una señora muy buena. Tú estuviste el primer año en el primer banco, junto a la ventana. Fíjate si me acuerdo. Aún me parece estar viendo tu cabeza rizada -luego pensó un momento-. Eras un chico muy espabilado. El segundo año estuviste enfermo de garrotillo. Me acuerdo que te llevaron después a clase muy demacrado, envuelto en un mantón. Han pasado cuarenta años, ¿no es verdad? Has hecho bien en acordarte de tu pobre maestro. Han venido otros a visitarme, entre ellos un coronel, sacerdotes y otros de diversas profesiones -Luego preguntó a mi padre a qué se dedicaba, y a continuación añadió-: Me alegro, me alegro de todo corazón que hayas venido, y te doy las gracias. Hacía tiempo que no veía a ninguno de mis antiguos alumnos, y temo que seas precisamente tú el último.
- ¡No diga usted eso! -exclamó mi padre-. Usted está bien y aún tiene mucha vitalidad.
- ¡Ah, no! -respondió él-. ¿Es que no ves cómo tiemblo? -y enseñó sus manos-. Esto es un mal indicio. Me acometió el temblor hace tres años, estando en clase. Al principio no hice caso, creyendo que se me pasaría; pero no ha sido así, sino que ha ido en aumento. ¡Aquel día, cuando por primera vez hice un garrapato en el cuaderno de un chico fue un golpe mortal para mí, puedes creerlo! Aún seguí dando clase por cierto tiempo, pero llegó un momento en que ya no me fue posible continuar. Al cabo de sesenta años dedicados a la enseñanza tuve que despedirme de la escuela, de los alumnos y del trabajo. Y lo sentí muchísimo, como puedes figurarte. La última vez que di clase me acompañaron todos a casa y me festejaron; pero yo estaba triste, comprendiendo que se me acababa la vida. El año antes había perdido a mi esposa y a mi hijo único, que murió de apendicitis. No me quedaron más que dos nietos campesinos. Ahora vivo con algunos cientos de liras que me dan de pensión. No hago nada, y los días parece que no tienen fin. Mi única ocupación, ya lo ves, es hojear mis viejos libros de escuela, colecciones de periódicos y diarios escolares, así como algunos libros que me han regalado ... Míralos -dijo señalando la biblioteca-; ahí están mis recuerdos, todo mi pasado ... No me queda otra cosa en el mundo -Luego, en tono repentinamente jovial, dijo-: Te voy a proporcionar una grata sorpresa, querido Bottini.
Se levantó y, acercándose a la mesa, abrió un largo cajón, que contenía muchos pequeños paquetes, todos ellos atados con un cordoncito, apareciendo escrita en cada uno una fecha de cuatro cifras. Después de haber buscado un poco, desató uno, hojeó muchos papeles y sacó uno amarillento, que presentó a mi padre. Era un trabajo suyo de la escuela, realizado cuarenta años atrás. En la cabecera había escrito: Alberto Bottini. Dictado, 3 de abril de 1838.
Mi padre reconoció en seguida su letra gruesa de niño y empezó a leer, sonriéndose. Mas de pronto se le humedecieron los ojos. Yo me apresuré a preguntarle qué le pasaba.
Él me rodeó con un brazo la cintura y, apretándome contra sí, me dijo:
- Mira esta hoja. ¿Ves? Estas correcciones las hizo mi pobre madre. Ella siempre me reforzaba las eles y las tes. Los últimos renglones son enteramente suyos. Había aprendido a imitar perfectamente mis rasgos y, cuando yo estaba rendido de sueño, ella terminaba el trabajo por mí. ¡Bendita madre mía! -Dicho esto, besó la página.
- Aquí están -dijo el maestro, enseñando otros paquetes- mis memorias. Cada año iba poniendo aparte un trabajo de cada uno de mis alumnos, teniéndolos todos ordenados y numerados. A veces los hojeo, y leo al azar algunas líneas, volviendo a mi recuerdo mil cosas, con lo que me parece revivir el tiempo pasado. ¡Cuántos años han transcurrido, querido Bottini! Yo cierro los ojos y veo caras y más caras, clases tras clases, centenares y centenares de chicos, muchos de los cuales han desaparecido ya. De no pocos me acuerdo perfectamente. Me acuerdo bien de los mejores y de los peores, de los que me han proporcionado muchas satisfacciones y de quienes me han hecho pasar momentos tristes, porque de todo ha habido en la vida, como es fácil suponer. Pero ahora, ya lo comprenderás, es como si me encontrase en el otro mundo, y a todos los quiero igualmente.
Volvióse a sentar y tomó una de mis manos entre las suyas.
- Y de mí -le preguntó mi padre, sonriéndose-, ¿no recuerda ninguna mala pasada?
- De ti -respondió el anciano, sonriéndose también- por el momento, no. Pero eso no quiere decir que no hicieras alguna. Eras un chico juicioso, tal vez más serio de lo que correspondía a tu edad. Me acuerdo de lo mucho que te quería tu buena madre ... Has hecho bien y te agradezco la atención que has tenido conmigo en venir a verme. ¿Cómo has podido dejar tus ocupaciones para llegar a la morada de tu pobre y viejo maestro?
- Oiga, señor Crosetti -dijo mi padre con viveza-. Me acuerdo como si fuese ahora, la primera vez que mi madre me acompañó a la escuela, debiendo separarse de mí por espacio de dos horas y dejarme fuera de casa en manos de una persona desconocida. Esa es la verdad. Para aquella santa criatura, mi ingreso en la escuela era como la entrada en el mundo, la primera de una serie de separaciones dolorosas, pero necesarias; la sociedad le quitaba por vez primera al hijo para no devolvérselo ya por completo. Estaba emocionada y yo también. Me recomendó a usted con voz temblorosa, y luego, al marcharse, aún me saludó por un resquicio de la puerta, con los ojos llenos de lágrimas. Y precisamente entonces le hizo usted un ademán con una mano, poniéndose la otra sobre el pecho, como diciéndole: Confíe en mí, señora. Pues bien, jamás lo he olvidado, sino que siempre ha permanecido en mi corazón aquel gesto suyo, aquella mirada, que eran expresiones de que usted se había percatado de los sentimientos de mi madre, y que constituían la honesta promesa de protección, de cariño y de indulgencia. Ese recuerdo es el que me ha impulsado a salir de Turín. Y aquí me tiene, al cabo de cuarenta y cuatro años para decirle: Gracias, querido maestro.
El maestro no respondió; me acariciaba el pelo con los dedos, y su mano temblaba, saltaba del pelo a la frente, y de ésta al hombro.
Entretanto mi padre miraba las desnudas paredes, el mísero lecho, un pedazo de pan y una botellita de aceite que había en la ventana, como si quisiera decir: ¿Este es el premio que se te otorga después de sesenta años de intenso trabajo? Pero el anciano estaba contento y empezó a hablar de nuevo con gran vivacidad de nuestra familia, de otros maestros de aquellos años y de los compañeros de clase de mi padre, el cual se acordaba de unos, pero no de otros; los dos se comunicaban noticias sobre éste o aquél. De pronto interrumpió mi padre la conversación para rogar al maestro que bajase con nosotros al pueblo con el fin de almorzar juntos. El contestó con mucha espontaneidad:
- Te lo agradezco, te lo agradezco. -Sin embargo parecía indeciso. Mi padre le tendió ambas manos y le reiteró la invitación.
- ¿Cómo me las voy a arreglar con estas pobres manos que no paran de bailar, como ves? Es un martirio también para los demás.
- Nosotros le ayudaremos, señor maestro -le replicó mi padre. Entonces aceptó, procurando sonreírse y moviendo la cabeza.
- ¡Hermoso día! -dijo cerrando la puerta desde fuera-. Un día inolvidable, querido Bottini. Te aseguro que lo recordaré mientras viva.
Mi padre le dio el brazo, y él me cogió de la mano, bajandO de ese modo por el caminillo. Encontramos a dos chicas descalzas, que cuidaban de unas vacas, y a un muchacho, que pasó corriendo con un gran haz de hierba a las espaldas. El maestro dijo que los tres eran alumnos de segundo, que por la mañana llevaban las vacas a pacer y trabajaban en el campo, con los pies descalzos, yendo por la tarde, calzados, a la escuela.
Era casi mediodía, y ya no encontramos a nadie más. En unos minutos llegamos a la posada, nos sentamos en una mesa grande, poniendo en medio al maestro, y en seguida empezamos a comer. Mi padre le cortaba la carne, le partía el pan y echaba sal a su plato. Para beber tenía que sujetar el vaso con ambas manos, y aun así chocaba en sus dientes.
El maestro se mostraba alegre, pero la misma emoción del feliz encuentro aumentaba su temblor, que casi le impedía comer.
Cuando entramos en la posada, reinaba en ella un silencio conventual; sin embargo, pronto quedó roto, porque el anciano hablaba mucho y con calor de los libros de lectura de cuando él era joven, de los horarios de entonces, de los elogios que le habían hecho los superiores, de la nueva reglamentación de las escuelas dispuesta por el Gobierno, sin perder su serena fisonomía, aunque con más colorido que al principio, la voz más agradable y la sonrisa casi propia de un joven. Mi padre lo miraba con gran atención, con la misma expresión que le veo a veces cuando se fija en mí, pensando y sonriendo a solas y la cabeza algo inclinada a un lado. Al maestro le cayó algo de vino en el pecho, y mi padre se apresuró a limpiárselo con la servilleta.
- ¡No, eso no, hijo mío, no te lo consiento! -le dijo, y se reía. Decía algunas palabras en latín. Al final levantó el vaso, que le bailaba en la mano, y dijo con mucha seriedad: - ¡A tu salud, señor ingeniero, la de tus hijos y a la memoria de tu buena madre!
- ¡A la suya, mi buen maestro! -respondió mi padre, estrechándole la mano.
En el fondo de la estancia estaban el posadero y otros que miraban y sonreían como si hubiesen participado de la fiesta que se hacía en honor del maestro de su pueblo.
Salimos después de las dos, y el maestro se empeñó en acompañarnos a la estación. Mi padre le dio el brazo otra vez y él me cogió de la mano; yo le llevaba el bastón. A nuestro paso deteníase la gente a mirar, por ser persona muy conocida, y algunos lo saludaban. En cierto punto del camino oímos salir por una ventana muchas voces de chicos que leían a un tiempo. El anciano se detuvo y pareció entristecerse.
- Esto es, mi querido Bottini -dijo-, lo que más me apena: el oír la voz de los chicos en la escuela sin estar yo en ella y ser otro el encargado de dirigirlos. He escuchado esa música por espacio de sesenta años y mi corazón se había hecho a ella ... Ahora me encuentro sin familia, ya no tengo hijos.
- No diga eso, señor maestro -replicó mi padre, reanudando el camino-; usted tiene muchos hijos esparcidos por el ancho mundo, que se acuerdan de usted lo mismo que yo me he acordado siempre.
- No, no -respondió el maestro con tristeza-; ya no tengo escuela y carezco de hijos. Así no creo poder vivir mucho tiempo. Pronto sonará mi última hora.
- ¡Por Dios, no piense así! -le dijo mi padre-. De todos modos, usted ha cumplido con su deber, ha hecho mucho bien y ha empleado noblemente su vida.
El maestro inclinó un momento su blanca cabeza en el hombro de mi padre y me dio un apretón.
Llegamos a la estación cuando el tren estaba para salir.
- ¡Adiós, señor maestro! -dijo mi padre, abrazándolo y besándolo en ambas mejillas.
- ¡Adiós, hijo, y muchas gracias! -respondió el maestro tomándole una mano entre las suyas temblorosas y llevándoselas al corazón.
Después lo besé yo, y noté que tenía mojada la cara. Mi padre me ayudó a subir al tren, y, cuando iba a subir él, cogió con rapidez el tosco bastón que llevaba en su mano el maestro y le puso en su lugar la hermosa caña con empuñadura de plata y sus iniciales, diciéndole:
- Guárdela como recuerdo mío.
El anciano intentó devolvérsela y recobrar su bastón; pero mi padre estaba ya dentro y cerró la portezuela.
- ¡Adiós, querido maestro!
- ¡Adiós, hijo -respondió él mientras el tren se ponía en movimiento-, y que Dios te bendiga por el consuelo que me has traído!
- ¡Hasta la vista! -gritó mi padre, agitando la mano.
Pero el maestro movió la cabeza como diciendo: Ya no nos volveremos a ver.
- Sí, sí, hasta otra vez -replicó mi padre.
Él respondió levantando su trémula mano, señalando al cielo:
- ¡Allá arriba!
Y desapareció de nuestra vista con la mano en alto.